Relatos y crónicas

La Dama

(Autor: Lewis Romero)

 

Otra vez vuelve el insomnio que creía esquivado para siempre. Me acuesto con la cabeza llena de algo que no puedo identificar, para levantarme al poco, rumbo a la cocina con un nudo en el estómago que confundo con el hambre, dispuesto a ahogarlo con lo que sea. No, con lo que sea no. Recuerdo las viejas cápsulas de colores, con sus promesas de horas de sueño sin sueños, y un despertar levitando sobre el suelo mientras comenzaba a salir el sol. Un cigarrillo tirado desnudo en la terraza es lo más parecido que mi conciencia me permite ahora. Veo el humo subiendo en espiral hacia la noche, y ruego porque allá arriba alguien sepa descifrar el mapa emocional de los náufragos que no tienen un tronco al que agarrarse.

 

Fue entonces cuando llamaste a la puerta, más borracha y hermosa que nunca. Cruzaste la habitación sin hablar, dejando detrás de ti unas lágrimas tan viejas como tu cuerpo. Nunca supimos perder con la elegancia de nuestros héroes en blanco y negro.

“Dentro de un año no estaré aquí”, susurraste en mi oído. Apoyaste tu cabeza en mi regazo y yo escuchaba tu voz rota sin decir nada. El discurso lo habías pronunciado demasiadas veces. Una diatriba de lúcido cinismo desfondado. Algún hada debió dejar ese oscuro don en tu cuna. Eres una de esas almas con propensión a la lucidez, que el paso del tiempo convierte en verdaderos solitarios desapegados de la obsesión compulsiva de ser útil a esta sociedad - unos por la duda o por la desesperanza, otros por la demencia - que refugiados en una discreta soledad no se comunican con sus “semejantes” más que a través de la ironía o, mejor aún, del vértigo de una sublime locura, reivindicando así su obstinación en la digna inutilidad. Si el hombre pierde la facultad de indiferencia se convierte en asesino virtual, decía el filósofo. Tú perteneces a esa estirpe de artistas. Viendo cómo escapabas, quise recordarte tus comienzos en el arte:


 

Al mismo tiempo que los Beatles aterrizaban en Nueva York y la beatlemanía se apoderaba de América, tú nacías en una ciudad fronteriza y marinera donde el viento de Poniente te trajo aromas del otro lado del océano, aromas de ritmos y melodías impregnados no sólo de rock and roll, sino también de humo de locomotoras, del sonido de la armónica antigua, de guitarras afiladas y de poderosas voces negras que aullaban a medianoche en la Ciudad del Viento.

 

Tu madre te regaló una guitarra española que se convirtió en tu única compañera de juegos. A los pocos años dominabas todos los palos, incluso los flamencos, y tu voz poseía los registros de las más grandes. Billie, Ella, Dinah,... las cantantes de jazz se te daban bien, mientras Muddy Waters y Robert Johnson transportaban tu mente a esas encrucijadas más allá del profundo sur. Con los discos de Jimmy Yancey, Albert Ammons y algunos clásicos aprendiste a dominar igualmente el piano. Eras una niña de radiante belleza y en el colegio también eras la más lista. Más tarde, ganaste aquel concurso de cuentos infantiles y no tardaste mucho en formar tu primera banda de blues: aún guardo fresco en mi memoria tu debut en La Higuerita, junto a aquel río, donde un público curioso asistió incrédulo al espectáculo de ver cómo una cría de doce años le daba una vuelta a Joan Baez tocando una eléctrica versión de “Blowin’ in the Wind” y pasaba acto seguido a interpretar desgarradores lamentos bluseros al más puro estilo Janis; o reventar literalmente los cristales del local con “I’m a Woman”, para terminar haciendo corear al pueblo entero “I Got My Mojo Workin’”. Todavía se me eriza el antebrazo, recordándolo. Cuando acabó todo, te marchaste con un gitanillo a una taberna de marineros sin patria y alguien me contó que ni siquiera el aguardiente pudo ahogar el lamento, ahora en forma de soleares y seguiriyas, que brotaba de tu pecho hasta que el amanecer marcó la hora de la pleamar.

 

Por supuesto, yo estaba enamorado de ti. ¿Cómo no iba a estarlo? Aunque tu llamativa belleza más que ayudarte te jugó malas pasadas. A tus amigos no nos extrañó que a los catorce te fugaras a Madrid con aquel hippy que vendía pulseras de cuero, y tampoco que te dejase tirada y preñada. Cuando te quedaste sola y perdida en la capital, perder al bebé por culpa del caballo fue lo de menos. La discográfica te anuló el contrato, se quedó con las canciones y las maquetas de tu primer disco acabaron en un rincón del sótano. Te cambió el carácter y los conciertos se transformaron en peleas contra el mundo. Los directos terminaban casi siempre en bronca y veías cómo tus composiciones se marchitaban en la cuneta. Tu primera temporada en el psiquiátrico empezó a dejar en ti cierta aureola de mujer marcada. Cuando te fui a visitar pude ver una pálida mueca donde antes había una sonrisa.

 

Al salir, volviste a casa de tus padres, no tenías otro sitio adonde ir. La melancolía se instaló definitivamente en tu vida y abandonaste la música por la escritura, tu otra pasión. Te fue bien al principio. Publicaste un primer poemario de sobrecogedores poemas que el público recibió acudiendo en masa a las librerías y la crítica te otorgó el calificativo de “prodigiosa promesa”. Aún no tenías la mayoría de edad cuando te instalaste de nuevo en la capital. Escribiste unos cuantos libros, ganaste algunos premios y durante esos años nos vimos muchas veces. Te solías quedar en mi casa cuando venías a Sevilla y yo hacía lo mismo cuando iba a Madrid. Tu mirada había cambiado, se había endurecido, pero tu talento y la potencia de tu voz permanecían intactos. La música que sonaba en tu interior no tardó en aparecer en forma de magníficas e innovadoras canciones, canciones de certera acupuntura emocional, que activan los oscuros resortes de eso que llamamos alma. Hiciste con el rock lo que Mozart con la clásica. A finales de los ochenta publicaste aquellos discos que revolucionarían las estructuras de la música. Giras por todo el mundo y millones de discos vendidos. Todos te querían y te admiraban. Incluso los presidentes de las naciones querían salir a tu lado en las fotos. Guardé los recortes de prensa en algún álbum. Sin embargo, aquel éxito no fue ninguna recompensa para tu torturada existencia. Quien barajó las cartas no te dio el siete de oros sino sota de bastos.

Viviste una vida de millonario durante un tiempo. Te paseabas en una limo blanca por los festivales de música y cine, y también por los casinos de medio mundo. Los excesos, en tu caso, siempre han tenido un alto precio, así que otra vez terminaste cayendo. Clínicas y terapias no te trajeron nada bueno y un tiempo después volviste a encontrar en el blues un refugio para tu espíritu que, perdido entre la nebulosa de ungüentos, ya comenzaba a dar los primeros síntomas de rendición.

 

“¡La Dama is back!”, rezaba la campaña publicitaria en la radio. Grabaste en esa época increíbles discos con todos los grandes, desde Koko Taylor a B.B. King, incluso un dueto con Sinatra. B.B. te idolatraba y llegó a decir sobre ti que “conocer a La Dama me ha hecho comprender que el hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso”. Giras y festivales del género por todo el mundo te mantuvieron ocupada pero la desazón continuaba. Sin prestar atención a las nubes que se acercaban, tampoco quisiste mirar al cielo cuando empezabas a arrastrarte, hasta que un día el espejo dejó de devolverte la mirada.

 

Te perdí la pista después del entierro de tu padre. Meses más tarde, leí en un periódico que te habían detenido en el aeropuerto de Estambul por tráfico de estupefacientes. La Embajada no pudo hacer nada, dada la cantidad de droga que escondías en tu maleta, y el juez te encerró en una sórdida prisión turca durante dos años. Era vivir el “Expreso de Medianoche” en tu propia carne. Tu madre enfermó y yo te visité todas las veces que pude pero se me rompía el corazón al verte en tan lamentable estado. Más tarde, te casaste con aquel diplomático que te sacó de ese infierno y volviste otra vez a las andadas. Tu creatividad se había diluido con las pastillas y tu voz se había perdido entre la niebla alcohólica de interminables amaneceres, a la vez que tu mente zozobraba entre dos aguas: la cocaína y la locura.

 

Y ahora te veo tumbada a mi lado, y me fascino con tus pequeños pechos luchando por huir de la prisión de tu blusa, moviéndose al unísono mientras siguen el ritmo impuesto por tu respiración acompasada. “Dame un beso,...” me susurras con los ojos desvaídos, ...algún día nos encontraremos en los oscuros horizontes y contemplaremos fijamente el flamear de las campanas de la libertad.” Cuando tus ojos se rinden al sopor, te paso el cigarrillo y me devuelves una sonrisa forzada de alguien cansado y vencido que ha dejado un montón de versos en un cajón como testigos de su derrota. Me parece extraño recordarte como eras antes. Cada vez que sentía el miedo recorrer mi cuerpo, conjuraba tu nombre como protección haciendo que mis fantasmas huyesen a su infierno particular.

 

Ha pasado casi un año desde aquella noche, la última vez que te vi. Hoy me dice un amigo que han encontrado tu cuerpo flotando a la deriva junto a la desembocadura de aquel río fronterizo. Y pienso en los recovecos del Tiempo y en los instantes. El tiempo me ha arrancado casi todo menos aquel beso tuyo que llevo grabado a fuego en lo más profundo del recuerdo.

 

¿Sabes? Creo que alguna vez pudimos ser felices. Nuestras vidas nunca han estado a la altura de nuestros sueños. Nada es más real que el terror que produce pasear al borde del abismo: a un lado la ruina y al otro la gloria.

 

© Luis Romero, 2005, Sevilla

 

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Relato extraído del libro:

 

“De Cielos y de Infiernos” (Marcados Con Fuego, 2007), por Lewis Romero

 

http://marcadosconfuego.blogspot.com/2011/03/relato-la-dama.html

http://marcadosconfuego.blogspot.com/2010/12/publicaciones.html

 

Relato publicado también en:

·         Foro EL RINCÓN DEL BLUES

·         Revista CON ALMA DE BLUES Magazine, 3º Edición